lunes, 14 de abril de 2014

ENTRE ALAMBRADAS





Hoy se cumplen 83 años de la proclamación de la II República Española, hace unos días, el 1 de abril, se cumplieron 75 años de la total ocupación de España por las tropas franquistas. Ya durante los años de la Guerra Civil la represión franquista se llevó a cabo de forma extrema y sin contemplaciones en las zonas del país que el ejército sublevado iba ocupando, una represión injustificable y atroz pero en cierta manera "legitimada" por los franquistas al estar enmarcada en un conflicto bélico. Sin embargo, una vez finalizada la guerra la represión se agudizó hasta convertirse en una implacable persecución cuyo objeto no era otro que la aniquilación de todos aquellos que defendieron a España del fascismo, tanto hacia los que lo hicieron en los frentes o desde la retaguardia, como hacia toda la población civil contraria al levantamiento militar y muy especialmente contra aquellos españoles de ideas republicanas. Si en otras contiendas cuando finalizaban se juzgaba a los militares o civiles responsables de crímenes de guerra, en España se perseguía de forma general a todos los militares de los ejércitos de la República y a todos aquellos civiles de ideas republicanas aunque no hubiesen cometido ningún tipo de delito, ni civil, ni militar. En los meses inmediatamente anteriores al fin de la guerra y tras el cientos de miles de españoles se vieron obligados a marchar al exilio en evitación de la muerte a manos de pelotones de fusilamiento franquistas o en el mejor de los casos tener que enfrentarse a la reclusión por largos años en campos de concentración y cárceles. Un exilio indirecto que obligaba en muchos casos a pasar primero por campos de concentración en Francia y norte de África, un destino incierto y una larga espera que muchos no lograron superar. El régimen franquista sometió al olvido oficial a todos los exiliados republicanos exigiendo sobre este tema una amnesia nacional. 

(1) El fervoroso falangista José Esteban Vilaró en su libro de 1939, El ocaso de los dioses rojos: una de las pocas obras publicadas en España durante la temprana fase de la posguerra que comentara sobre los refugiados españoles radicados en Francia. Aquí el autor franquista les concede a los nuevos desarraigados un lugar precario en la historia nacional; los "rojos" sobrevivirán sólo en la infamia, antes de que desaparezcan del imaginario colectivo y de los anales de la historia para siempre. Dice Esteban Vilaró: "[Ellos] se marchitarán sin gloria por los más remotos lugares del mundo. Es, al fin y al cabo, la historia de todos los emigrados […] La historia de todos los emigrados es la historia de un lento desaparecer sin gloria". 
Los vencidos serán desterrados del suelo nacional; los desterrados se desvanecerán de la memoria nacional. La edición del diccionario Espasa-Calpe que se publicó en 1950 en la España de Franco omitió por completo el vocablo exilio.
Pero los perdedores de la guerra, desprovistos de su lugar en la patria, en ningún momento cedieron ni la palabra ni la memoria; se llevaron sus historias y sus recuerdos como los bultos sobre el hombro con los cuales cruzaron la frontera y se iniciaron en la larga  etapa del exilio. Heridos por la guerra igual a los caballeros mutilados franquistas, ellos también conllevaron las señales de la historia y la memoria como cicatrices en el cuerpo. Gracias en parte a su compromiso con la memoria y con la verdad, y por su labor siempre activa hacia el futuro se ha podido rescatar el capítulo silenciado de los exiliados y reintegrarlo dentro de la conciencia de la nación.

El falangista Vilaró se equivocaba, ni Franco, ni los cuarenta años de dictadura han conseguido doblegar al espíritu republicano español. La II Republica aunque vencidos sus ejércitos no fue derrotada. Varios y muy numerosos han sido y vienen siendo los actos, publicaciones, documentales, etc... que vienen a resucitar la memoria ya perdida en algunos casos, a refrescar la latente en otros y a reivindicar ante las nuevas generaciones lo que fue y significó. Hoy quiero destacar el testimonio de uno de estos soldados españoles exiliados, con solo 18 años de edad, de Eulalio Ferrer Rodriguez (2)  que dan cuerpo a su libro "Entre alambradas. Diario de los Campos de Concentración" (3). Libro que da soporte al trabajo de Francie Cate-Arries (4) Una “historia del cautivo” moderna: el drama quijotesco del exilio español de 1939, según Eulalio Ferrer en Entre alambradas, en el que interactúa con el Quijote de Cervantes consiguiendo así un bello y revelador relato junto con importantes reflexiones que han de servir hoy para fortalecer los ideales republicanos y potenciar los esfuerzos encaminados a la vuelta a una España Republicana.

 Nos describe así el campo de concentración francés:
En cuanto a las condiciones del campo, pues era el campo libre. Era playa, playa húmeda. Con los Pirineos orientales a un lado. Mes de febrero, fríos, con esos vientos cortantes... Entonces, el dormir allí... pues... era una proeza. Una proeza que nos llenó de piojos porque como nos juntábamos unos a otros para prestarnos calor... pues entonces eso criaba piojos y teníamos piojos. Y además teníamos que hacer nuestras deposiciones en la misma orilla de la playa, y se les ocurrió a los franceses en lugar de aljibes, en aquellos días, poner unas bombas que extraían y depuraban, teóricamente, el agua del mar. Y lo que extraían eran nuestros propios detritus y claro, la cantidad de gente que murió de disentería fue enorme... 
Entre las escasísimas posesiones que lleva consigo el joven Ferrer al ser internado en el campo de concentración en Francia, hay un ejemplar de Don Quijote de la Mancha. El autor explica en el inaugural escrito de su diario –fechado el 14 de abril de 1939– lo que significó el libro de Cervantes en ese infierno de Argelès-sur-Mer: 
Es mi libro de cabecera en el sentido literal de la palabra. Apoyo mi cabeza sobre el macuto en que guardo este librito, por su tamaño, de apretada letra, edición Calleja de 1902. Hijo del azar, nunca imaginé la dosis de esperanza y de aliento que su lectura, apenas iniciada en la edad escolar, me habría de proporcionar aquí, en este campo arenoso y maloliente, entre tantos miles de confinados, con su densidad humana diversa y agobiante. Recuerdo cómo lo encontré, sin darme cuenta de lo que recibía, cuando alineados cerca de Port-Vendrès, un miliciano de barba crecida, regordete, de estatura mediana, con deteriorado uniforme de soldado y manta al hombro, me gritó con cierta aspereza: Cambio este libro por cigarros. Instintivamente saqué de uno de mis bolsos la cajetilla que me dejó Cillán y se la entregué al rudo miliciano, extremeño me dijo que era. No siendo fumador, el cambio me pareció neutral. Eché un vistazo al librito, antes de guardarle. Era Don Quijote de la Mancha. [….] Ahora lo leo con avidez. El personaje me obsesiona en este ambiente de ideales frustrados, donde los locos ya abundan. Sí, el azar me ha hecho un regalo extraordinario. […]
A lo largo de su diario, el autor explica que lee y relee la novela incansablemente: "Quizá me obsesione el personaje en este clima de ideales en derrota que han de triunfar, pero así lo siento". Una expresión quijotesca tanto de esperanza como de valor frente a los desafíos de la vida en el campo, la fe en que el triunfo se descubre no en la victoria sino en la razón de la lucha, no son sólo el leit-motif del libro de memorias de Ferrer. También expresan uno de los temas más perdurables de la literatura del exilio escrita en México, especialmente durante los años de la Segunda Guerra Mundial. Sin duda, no hay otro icono cultural más significativo dentro del exilio español de 1939 que el de don Quijote. Y más que ninguno de todos los autores-testigos de los campos en Francia, es Eulalio Ferrer quien cuenta su historia "concentracionaria" a través del lenguaje, las lecciones, y las modalidades apropiadas del texto cervantino. El eje narrativo principal del libro Entre alambradas surge del deseo fundamental compartido entre todos los internados: el de liberarse de la prisión del campo. Este sueño con la libertad, lograda a través de la emigración a América o por un regreso poco probable a España bajo una soñada amnistía general, obsesiona tanto a Ferrer como a todos los demás internados a su alrededor. Sin lugar a dudas, los individuos que más claramente exhiben su profunda ansia por liberarse son las numerosas víctimas de arenitis (la neurosis de la arena); son víctimas y veteranos de la guerra tan heridos ya por el trauma de la violencia y el desarraigo que se han perdido a sí mismos en el mundo de la locura. Es aquí, entre estas frágiles figuras, que Ferrer percibe más nítidamente la presencia de su héroe cervantino: "Nunca el más grande loco de nuestra historia estuvo mejor acompañado. Y no lo digo por mí, que no sé en qué grado lo estaré, sino por todos estos admirables locos con quienes comparto el confinamiento. En cada uno de ellos creo ver un gesto, una mirada, una ilusión de don Quijote". Día tras día en casi cada escrito del diario, Ferrer nos presenta a los numerosos habitantes del llamado CLI (Centro de Locos Incurables), con quienes el peripatético cronista se encuentra mientras que cruza el arenal con una curiosidad periodística. Observa intrigado cómo cada sujeto de su estudio ensaya compulsivamente el soñado día de la liberación. En Argelès-sur-Mer, se encuentra con Valentín Cordero, quien cada día ejecuta un rito de saludar entusiasmado un avión de rescate que sólo lo ven sus propios ojos. Un ex-profesor de matemáticas tira una piedrecita tras otra dentro del agua del mar que le separa de España, cuidadosamente haciendo un récord escrito en la pequeña libreta prendida de un cordel alrededor del cuello: ''Anota, según dice, la cantidad de tiempo y de piedras que se necesitarían para secar el mar". En otro campo, otro puente hacia la salvación es concebido por un ingeniero vasco quien trabaja incansablemente sobre el diseño de un túnel subterráneo entre el campo de Barcarès y la ciudad de Barcelona. Otro proyecto de investigación es el del viejo maestro don Matías; éste intenta musicalizar toda la poesía de Antonio Machado: "Se identifica como un liberal literal y piensa que un día vendrá una ola gigante que nos llevará lejos... muy lejos... ¡a América!". 

Por su parte, ninguno de los otros internados, por muy cuerdos que sean, se libran de la obsesión por escaparse de los tristes confines del campo. Es siempre el país de México que se recrea en la mente de los refugiados como el principal objeto del deseo. De hecho, le han puesto el mote de "América" a una prostituta del campo de Argelès que se presenta un día en el barrancón. Ferrer, sin interés alguno en esta triste Maritornes, escribe de su Dulcinea azteca como un hombre enamorado: "A todos nos quema el ansia de embarcar hacia México. Es un nombre mágico que alienta el deseo y nos deslumbra con todas las intensidades de la esperanza. Los que soñamos todos los días con este viaje –México divino, hallarte quiero en mi camino–, acortando o alargando fechas en el vuelo prolongado de la fantasía, somos llamados 'los ilusionistas de México". Con un fervor epistolario, inspirado directamente en su devoción a su "México divino", y mayor aún que el que el Quijote mismo dirige a su querida, Ferrer inicia una larga "campaña de cartas", remitiéndoselas a los funcionarios de comité de auxilio para refugiados, el SERE. Armado con una anticuada máquina de escribir que se le aparece, según dice, "milagrosamente" en el barrancón, Ferrer, con la misma intensidad que los compañeros del "Centro de Locos Incurables", escribe una carta tras otra, enviándosela a los líderes del PSOE afiliados con el comité de auxilio. Agarrados de las promesas de socorro que luego reciben, Ferrer y su padre esperan reunirse con el objeto idealizado de su imaginación, México: "Es un faro de esperanza que se enciende sobre nuestro destino".

Pero si Ferrer y los otros imaginan a "México" como una bella Dulcinea-Salvadora, la fea realidad de las luchas intestinas dentro de los campos, transforma al sueño dorado en un oscuro tema de discordia. Los internados se informan de la rivalidad política entre los dos líderes republicanos en el exilio, Juan Negrín e Indalecio Prieto, y de su lucha por controlar los recursos monetarios de auxilio para refugiados. Ya para el otoño de 1939, es cada vez más difícil que los llamados ilusionistas de México sigan fieles al ideal de la liberación de los campos. El 27 de octubre, uno de los días más fríos del año, cuando los internados parecen haber perdido por completo la ilusión de escaparse de la alambrada, Ferrer se pasa el día entero en el barrancón, leyendo su novela, buscando consuelo y confort en la única figura que nunca le defrauda, don Quijote: "Nada le humilla, nada le derrota [...]". Evidentemente su ideal más alto es el de la libertad. Y a él conduce todo el libro. Una y otra vez, el cronista Ferrer comenta que camina por el campo como si caminara por las páginas de la novela tan admirada; observa cuadros de costumbres como si los interpretaran los mismos protagonistas cervantinos. Se acuerda del famoso Caballero de la Triste Figura no sólo al contemplar a los locos; en particular, Ferrer percibe la presencia de su héroe en los personajes igualmente quijotescos de los señores mayores, hombres algo endebles que todavía son capaces de instruirle al joven sobre las lecciones de la vida e inspirarle con el ejemplo de su espíritu inquebrantable. Estos hombres admirables desfilan por las páginas del diario, evocando con su figura andrajosa la dignidad de un Quijote harapiento. La pluma del cronista desdibuja al cojo Liqui Sánchez, quien perdió la pierna en la sublevación de los mineros de Asturias en 1934; a pesar de su cojera, dice Ferrer, "Lleva con enorme entereza nuestro destino y no permite que nadie le ayude". Allí va Joaquín Toyos, un viejo socialista igual al padre de Ferrer; Toyos es un activista anciano quien encarna al ídolo cervantino cien por cien: "Toyos, cada vez más sordo, recita a Miguel Seisdedos hasta que se duerme. Figura quijotesca, que cabalga sobre el Rocinante de la bondad; que mira con los ojos desbordados del ideal". Ni que decir tiene que el hombre más respetado entre la comunidad de los mayores, en el cual Ferrer reconoce el legado de don Quijote, es su propio padre, "forjado en el idealismo". Después que al padre le trasladan a otro campo, padre e hijo inician una correspondencia en la cual se dirigen palabras de consuelo y consejo, evocando así las palabras epistolarias que se envían los dos protagonistas de Cervantes. 

Estas historias personales narradas entre alambradas, comprenden una serie colectiva de "historias de cautivos" capaces de inspirar, instruir, y entretener a sus prójimos los oyentes cautivos. Evidentemente, todo narrador es cautivo, igual al narrador cervantino más famoso de Argel, pero típicamente las aventuras contadas son las de esclavitud y liberación. Las historias más frecuentes son las de los cautivos recién liberados de las prisiones de Franco. "Jacinto", condenado a pena de muerte, pudo liberarse por enchufe familiar; él les cuenta a los internados del campo historias de terror del tiempo que pasó como prisionero político. En julio de 1939, noticias de la patria llegaron por medio de otros atrevidos viajeros, antiguos cautivos de Franco que les cuentan a Ferrer y sus compañeros sus aventuras; explica Ferrer: ''A los alrededores de Barcarès ha llegado una barca española con 27 evadidos. Todos son gallegos y hablan del terror que impera en España. Cerca de un millón de prisioneros de guerra, millares de fusilamientos cada semana, persecución brutal a todo lo que huela a 'rojo.' Y hambre, mucha hambre". Desde el escrito inicial de su diario, Ferrer señala con frecuencia que su esperanza y fe en el futuro son respaldadas por los actos colectivos de conmemoración y solidaridad que se celebran en los campos. La lucha quijotesca que emprendieron los combatientes republicanos hasta encontrarse en los campos en el exilio, es la lucha de toda una nación que trasciende los esfuerzos individuales y la trayectoria personal. Ferrer documenta meticulosamente los detalles de las ceremonias colectivas que conmemoran días festivos de particular significancia ideológica; la celebración de dichos actos crea un espíritu de optimismo y de orientación para el futuro. Por elegir el 14 de abril, aniversario de la República española, como la fecha inaugural de su diario, Ferrer lograr entretejer los hilos de su historia personal dentro del tejido más amplio de la historia nacional de España. Meses después, el 18 de julio, aniversario del comienzo de la trágica guerra civil, aparecen por todo el campo banderitas republicanas confeccionadas por los mismos internados; Ferrer describe los emblemas en miniatura de la joven democracia colocados por encima de esculturas patrióticas hechas de arena y pequeños decorados conmemorativos hechos de piedrecitas, improvisaciones creativas que sirven para honrar a los muertos en la guerra. Ferrer imagina la grandilocuente pompa y triunfalista solemnidad que, sin duda, habrá acompañado los desfiles militares en esa misma fecha en el Madrid de Franco, y defiende los humildes actos de patriotismo entre sus compañeros, vigilados cruelmente por las tropas coloniales en los campos de Francia, como la auténtica expresión del ideal más grande del pueblo español, la libertad: "En Madrid habrá desfiles victoriosos, encabezados por los moros --los senegaleses de España--, mientras aquí honramos a los que cayeron y cantamos una libertad en cautiverio, preferida al cautiverio sin libertad y con muerte". 

Ferrer se enorgullece de que los cautivos quijotescos siguen alzando la voz en nombre de la libertad; su protesta le hace recordar un sueño suyo durante una incómoda noche estival de calor e insomnio. En el sueño, Ferrer ve entre nubes a una serie de figuras ensombrecidas que flotan sobre la playa del campo: Luis Cillán, el compañero con quien cruzó la frontera; Antonio Machado y su anciana madre, con quienes Ferrer se encontró de veras justo después de entrar en Francia; y por último, el compañero familiar que le insta a mantener la fe: ''Allí viene, flotando con su Clavileño, don Quijote. Me guiña los ojos y levanta el puño...". Esta alusión a don Quijote como una celestial criatura emblemática de la fe republicana --fe en la liberación de la prisión del exilio, fe en la justicia venidera en la patria, fe en el regreso y la reconquista de una España libre-- se expresa asimismo en otras publicaciones del exilio en México a lo largo de los años de la Segunda Guerra Mundial. En el invierno de 1941, por ejemplo, la revista Romance publicó una reseña de la nueva edición de la novela en la Colección Austral; en este breve ensayo, el anónimo autor se enfocó en el tema de la significancia de Don Quijote dentro del contexto de la crisis actual de la guerra en Europa; concluye su reseña alentando a la figura del vencido a que siga adelante: "Hasta el hombre que perdió su hombría de bien puede recuperarse y recuperarla si consigue sentir como propios los impulsos, siempre hidalgos, siempre viriles, aunque no siempre razonables, de don Quijote. Y sí, en último término, la locura es, como se dice, morbo pegadizo, y se nos contagia la prestanciosa y sublime enajenación del ascético caballero de las llanuras castellanas, eso iremos ganando. Porque es preferible perder la razón que la conciencia y la dignidad propias del hombre" (Don Quijote de la Mancha). Al contemplar el momento de la salida definitiva del campo de concentración, el cronista Ferrer se refiere al bulto pesado compuesto de los numerosos folios de su diario como una especie de archivo nacional ambulante; dice el joven: "Son historia. Conmigo se quedarán hasta el último punto de mi destino las libretas con el Diario [...]". Ferrer, como tantos miles de españoles obligados a huir de su patria, y así enajenados de la venidera versión de la historia oficial de España, se plantea en más de una ocasión, ¿quién o quiénes redactarán la historia de su pueblo? Leyendo en el campo de Argelès el libro titulado Madrid de César Falcón, Ferrer critica como mala y sectaria esta versión de la defensa de la capital: "Si nosotros no sabemos escribir nuestra propia historia, nos debería extrañar menos la que escribirán los vencedores". 

El diario de Eulalio Ferrer se concluye el 7 de diciembre de 1939, cuando debido al frío feroz, el joven ya no puede escribir más. Redactando la última entrega desde el pueblecito congelado de La Ferté-Imbault, al finalizar su primer jornal en una compañía de trabajo forzado, explica que da por terminado el diario: "Lo hago con tristeza. Pero el trabajo que se nos ha impuesto es duro. Tino me ayudó con el pico. Pero la pala me ha desgarrado la piel de la mano con la que escribo". Concluye con la irracional expresión de un hombre que lleva en las venas la sangre de Cervantes y lleva en la cabeza las palabras de don Quijote: "Vaya a enfrentarme a estas nuevas jornadas de mi experiencia con la voluntad indomable de un carácter en el que la fortaleza ha vencido a la angustia; en el que la resistencia ha podido más que el dolor". En su hermosa introducción a la edición española del diario publicada en 1988, el conocido historiador mexicano Fernando Benítez comenta en el proceso de quijotización experimentado por Eulalio Ferrer: "El cronista, a quien siempre alentó la lectura de Don Quijote terminó convirtiéndose en una figura quijotesca. Gran parte de su fortuna la empleó en formar un museo donde se admira la forma en que don Quijote y Sancho fueron interpretados por los artistas y los artesanos de muy diversas naciones. Este museo único en el mundo lo regaló a México, fundó becas, otorgó premios como el de Menéndez y Pelayo". Su Museo Iconográfico del Quijote se inauguró en 1987 en Guanajuato con la presencia de Miguel de la Madrid y Felipe González, los dos Jefes de Estado de las dos patrias de Eulalio Ferrer, México y España. Sobre el día de la inauguración del museo, Ferrer ha dejado escrito: "Si alguna idea certera he podido concebir, bajo el doble influjo de mi temprana imaginación y el espíritu maduro de un oficio creador, ésta es la que hoy ha culminado en Guanajuato. Don Quijote atesora los símbolos máximos de la ofrenda solidaria: el de un amante de la libertad, el de una encarnadura inobjetable e ideal del universo español, el de una gratitud desde las entrañas de la hermandad". En la ocasión de la muerte en 1998 de su amigo Octavio Paz, Ferrer se acordó de lo que el gran poeta mexicano había dicho de él unos meses antes; se refirió a Ferrer como "puente cultural entre México y España". Efectivamente, el puente que le facilitó al joven refugiado español el cruce por encima de la primera fase del exilio, y llegar sano y salvo a las riberas de una nueva vida en México, fue forjado con una fuerza del espíritu cultivado, de forma auténticamente quijotesca, en el suelo arenoso de los campos de concentración. 

Benito Sacaluga



 (1)Todo el texto en cursiva Francie Cate-Arries REVISTA DE ESTUDIOS CERVANTINOS Nº 12 / ABRIL-MAYO 2009 


(2) Presidente de la Fundación Cervantina de México, fundador de Publicidad Ferrer, creador del Museo Iconográfico del Quijote.

(3) EDITORIAL GRIJALBO. ISBN: 9788425320828

(4) Profesora de Estudios Hispanicos  en The College of William & Mary en Williamsburg. Brooklyn. New York (USA)


Obra recomendada:

"El Exilio de los marinos republicanos" Autora: Victoria Fernandez Diaz. Universidad de Valencia. ISBN: 978-84-370-7395-8


sábado, 5 de abril de 2014

EL HIJO DEL HERRERO



D.Enrique Martinez Godinez
(*) Los sucesos ocurridos a bordo del destructor “Lepanto” durante los primeros días posteriores a la insurrección del 18 de julio de 1936 son muy poco conocidos. El hecho de que su comandante, Don Valentín Fuentes, manifestara desde el primer momento su fidelidad a la República hace suponer a algunos investigadores e investigadoras de los hechos de la guerra civil, que no existió conflicto a bordo entre la marinería y la oficialidad;  muchas personas ignoran la detención y fusilamiento de los oficiales en Málaga, y pasan por alto, por tanto, la represión que tuvo lugar sobre los miembros de la dotación del buque por parte de los tribunales franquistas.

Siete meses después de la victoria del bando rebelde, los distintos sumarios abiertos contra 31 tripulantes del barco, se traducen en el resultado de la condena de tres de ellos a separación del servicio, a distintas penas de prisión a otros doce, a siete ejecuciones y a una muerte a consecuencia de las torturas sufridas durante un interrogatorio. Tras morir a manos de sus torturadores en el interrogatorio sufrido en las dependencias del S. I. P., el cuerpo de Enrique Martínez Godínez es arrojado al mar. Su cadáver aparece a los tres días, pero su muerte siguió siendo negada durante mucho tiempo por sus verdugos. Siete décadas después, su nieta investiga acerca de las circunstancias de su asesinato. A lo largo de la investigación, las diferentes pistas que sigue le van ayudando a reconstruir la verdad de los hechos de aquellos trágicos días.


Destructor "Lepanto"
En “El hijo del herrero", lo que podía haber sido el relato de la represión, únicamente sobre el practicante del “Lepanto”, se convierte en una historia mucho más amplia: la de aquellos tripulantes de ese barco que permanecieron fieles al gobierno legítimo de la República y la represión que esta postura les acarreó.  Pero no queda en esto la narración, ya que para una mayor comprensión de las motivaciones de estos hechos, es preciso hurgar en sus precedentes y sus consecuencias. De este modo, nos encontramos en este libro con un acercamiento a la historia de la vida cotidiana de Cartagena que abarca desde la etapa pre-republicana hasta los umbrales de la década de los sesenta, utilizando como hilo conductor la historia de Enrique Martínez Godínez y su familia, una familia cartagenera, víctima de los efectos de la represión franquista en la ciudad.. Es ésta, a grandes rasgos, la temática principal de la obra. Se trata de un libro concebido como un diálogo entre Enrique Martínez Ros, hijo del protagonistas, y su hija, la autora del libro, que a la evocación de los recuerdos de su padre, responde completando la información con los datos que ha ido recopilando a lo largo de casi tres años de investigación. La diferencia entre lo que dice el padre y lo que responde la hija queda manifiesta en la utilización de dos diferentes fuentes en la escritura.

¿Qué motivaciones me han llevado a escribir esta obra?:

Mi infancia transcurrió en una época de silencios. De temores y silencios… En la Cartagena de los años cincuenta y sesenta no se podía hablar acerca del pasado. De este modo, la gente de mi generación nació sin historia. Sin historia reciente. Ignorábamos casi todo sobre la infancia y juventud de nuestros padres y madres, sobre la de nuestros abuelos y abuelas, a pesar de que supiéramos recitar de corrido la lista de los reyes godos y conociéramos la historia de los  traidores, que vendidos al imperio romano, acabaron con la vida del rebelde Viriato. A veces, alguien elevaba un poquitín el volumen en medio de las conversaciones que en voz baja sostenían las personas mayores, y algún chavalín o chavalina cazábamos en el aire algún fragmento de conversación, algún dato que nos hacía que aumentaran nuestras irresolutas incógnitas sobre los tiempos de ayer. Para cualquier estudiante de Bachillerato, acostumbrado a no concluir el estudio del texto de Historia, porque durante el curso nunca se pasaba del tema del reinado de Fernando VII, suponía un enigma el visionado de las películas “¿Dónde vas Alfonso XII?” y “¿Dónde vas triste de ti?” en que te enterabas que antes de la república ésa de los rojos, había habido otra república en España, y que una reina había sido expulsada del país para, años después, pedir los políticos a su hijo que volviera y se hiciese cargo del trono. Y cuando años después, en Cartagena, leíamos “Mr. Witt en el Cantón” no nos enterábamos de nada, porque no teníamos ni idea de lo que había sido la insurrección cantonal. La palabra “requeté”… aquí, en nuestra ciudad, poca gente sabía lo que significaba… Y cuando mi madre cantaba el romance de Marianita Pineda, la chica a la que mataban por bordar una bandera… ¿qué idea podía yo tener sobre esa pretendida “bandera de la libertad”?

A veces, en medio de tanto murmullo y tanto silencio, nos podíamos enterar de algo, y así, yo me enteré de que había tenido un abuelo rojo. ¿Rojo? Los rojos eran, según me contaban las Madres Claretianas, con las que cursé la Enseñanza Primaria, los enemigos de Dios y de la Iglesia. El carnaval, lo habían inventado los rojos y los masones. Los rojos eran los enemigos del orden, y por su culpa, y la culpa de una cosa que se llamaba república, España había estado a punto de romperse. Y mira por dónde, ahora yo me enteraba de que a mi abuelo lo habían matado por rojo, y que al enterarse, la Madre Patrocinio le cogió inquina a mi hermana y mi madre tuvo que ir a poner a la monja en su sitio. Pero si mi padre siempre decía que mi abuelo era la persona más justa y honrada que había conocido… Si me enseñó que la verdad era lo más importante, tan importante, que a su padre, el decir siempre la verdad, fue lo que le costó la vida… Si yo siempre había oído decir que mi abuelo se pasó la vida haciendo el bien a todas las personas que tenía a su alrededor…

¡Cuántos enigmas sin esclarecer! ¡Cuántas preguntas sin responder! ¡Cuántas verdades por revelar! Mi padre siempre decía: “Si yo pudiera escribir un libro, en el que contara toda la verdad, de lo que ocurrió…”

Él no pudo hacerlo, pero yo sí que lo he hecho ¿Y por qué? Porque quería enterarme, de una vez por todas, de cuál había sido la verdad, y después de saberla yo, darla a conocer, que el mayor número de gente posible se enterara de ella. Por eso lo he escrito. Y no me ha resultado fácil.

En primer lugar, intenté hacerlo basándome en los relatos que fui escuchando de la familia. Después, quise completarlo con algunos documentos que mi tía Carmelina conservaba en su casa… Insuficiente, todo eso era insuficiente. Había que comparar esos datos, había que contrastarlos con los de los documentos de los archivos, para que la base fundamental fuese tan sólida que no quedase ninguna duda sobre la veracidad de los hechos relatados. Por eso me fui a la hemeroteca del Archivo Municipal, al Archivo de la Guerra Civil de Salamanca, al Archivo Histórico Naval de Cartagena… para eso escribí, pidiendo documentación, al Archivo General de la Armada del Viso del Marqués, y he leído un montón de libros sobre la guerra y la posguerra en Cartagena… Hasta he consultado los cinco ladrillos de la obra de los hermanos Moreno de Alborán y Reyna, los almirantes hijos de Moreno, el también almirante y ministro franquista, con la pretensión de no basarme únicamente en historiadores con simpatía hacia los republicanos, sino de buscar también el punto de vista de los escritores franquistas…

Quizás haya escrito muy tarde este libro. Debería haberlo hecho hace años, cuando todavía vivía mi padre, antes de que hubiesen desaparecido muchos testigos… el relato habría sido más completo, no habrían faltado ciertos datos, habría tenido mayor cohesión…He intentado, no obstante, llevar a cabo mi labor con la mayor ecuanimidad, con la mayor honradez, con el mayor respeto a la verdad posible. No sé si lo he llegado totalmente a conseguir. A vosotros, a vosotras, a quienes leáis este libro, os corresponde decidirlo.

Palacio Consistorial de Cartagena
Previo a la lectura de "El hijo del herrero", convendría tener una visión global de lo que es esta obra. En la presentación intenté conducir a esa impresión general a través de la proyección de algunas diapositivas que fui comentando, de las cuales he tomado unas cuantas para explicar en esta página ciertos pasajes importantes de esta historia: Enrique Martínez Godínez, a quien vemos en esta foto con el uniforme de Sanidad de la Armada, es el principal protagonista. Perteneció a una familia de artesanos. Su padre, Antonio Martínez Torres, conocido popularmente en Cartagena como "Antonio el Herrero" fue el artífice, entre muchas otras obras de arte, de las rejas del Palacio Consistorial de Cartagena. Simultaneaba su trabajo en la fragua con la práctica de la ciencia Homeopática. En cuanto a su madre, Dolores Godínez Aroca, era hija de Juan Miguel Godínez, un conocido marmolista, de cuyas manos salió la cruz que se encuentra a la entrada del cementerio de Nuestra Sra. de Los Remedios. Enrique Martínez Godínez simultaneaba su trabajo como Practicante de la Armada con la práctica de la Homeopatía, ciencia a la que accedió de la mano de su padre. Era muy joven cuando se enamoró de Pepa Ros, con quien posteriormente contrajo matrimonio. Pepa era hija de José Ros Pagán, trabajador de la Maestranza, y de Ángeles Cases Gómez. A lo largo de toda su carrera profesional estuvo embarcado en varias ocasiones, aunque la mayor parte del tiempo desempeñó sus servicios en el Hospital Militar de Cartagena. 

El destino le jugó la mala pasada de que al estallar la guerra se encontrase en la mar. Quizás, de haber estado trabajando en tierra, todo habría discurrido de distinta manera. Al menos, ésa fue siempre la idea que me transmitían los distintos miembros de la familia.

Enrique Martínez Godínez, el hijo del herrero, nunca habría podido imaginar los episodios tan trágicos de los que iba a ser testigo. Su vida transcurría de la manera más apacible, entre su trabajo en el hospital, la práctica de la medicina homeopática en su domicilio, la atención prioritaria a la educación de sus hijos y su aplicación a las tareas de tipo manual en sus ratos libres. Abonaba puntualmente sus cuotas al colegio de huérfanos, con vistas a que, en el caso de que algo le sucediese, no quedase su familia desamparada,  pero de nada le sirvió. Sus hijos no pudieron cobrar la orfandad.



Auxiliar Pedro Cerezuela Navarro
(Imagen: en posidonia)

En 1935, Enrique fue destinado al destructor "Lepanto", comandado por el capitán de fragata Valentín Fuentes López. Coincidió en este barco con el auxiliar del C.A.S.T.A. Pedro Cerezuela Navarro y el cabo artillero Camilo Campillo López. Los trágicos destinos de Enrique Martínez, Pedro Cerezuela y Camilo Campillo quedarían unidos para siempre, marcados por los trágicos sucesos acaecidos a partir del golpe de estado del 18 de julio de 1936. Don Valentín, extraordinario profesional, leal al gobierno legítimamente constituido no cedió ante las presiones de sus oficiales para que se uniese a la sublevación. Informó a la dotación del buque de su fidelidad a la República, siendo secundado por la mayoría de la tripulación. Ninguno de los que así se manifestó pudo llegar a imaginarse que su lealtad pudiera, tres años más tarde, ser pagada con la vida.

Éste es el punto de arranque del núcleo del libro. Todo lo que quedaba por venir sería consecuencia de lo vivido en esos momentos.


Portada del libro.



(*) Artículo publicado en "En Posidonia" Aut.Pepa Martinez.