viernes, 23 de septiembre de 2011

CONSEJOS DE GUERRA CONTRA CIVILES




En los países democraticamente desarrollados los Consejos de Guerra no deberían existir, la administración de la justicia corresponde constitucionalmente a los órganos judiciales del estado, cuya independencia garantiza el fin último de cualquier proceso que no es otro que hacer justicia, garantiza los derechos de los procesados y su defensa como parte inseparable de la decisión judicial.




No se puede presumir independencia e imparcialidad en los Consejos de Guerra, su particular Código de Justicia es en extremo parcial y sectario. Los métodos, los procedimientos utilizados se apartan de las garantías procesales que la Constitución impone.

Si desoladores resultan los Consejos de Guerra contra  los militares, más desolador aún, más canallescos son aquellos que se constituyen para juzgar a ciudadanos de a pie, sea cual sea el delito que se les imputa.

Hasta los últimos estertores del franquismo todos aquellos civiles que fuesen imputados en delitos de índole terrorista o contra las fuerzas armadas se resolvían en Consejos de Guerra, procesos de los que muy pocos o ninguno de los imputados salían absueltos. Procesos cortados por el mismo patrón que los incontables que tuvieron lugar durante y una vez acabada la guerra civil española, procesos donde todo estaba decidido de antemano y en los que pesaba más la ayuda de un franquista que las pruebas exculpatorias,procesos donde las penas de muerte eran las condenas habituales. 

En la  actualidad es la Audiencia Nacional la encargada de dirimir los procesos contra personal civil relacionados con actos terroristas, a los militares se les sigue aplicando su particular Código colocándoles en franca desventaja ante la justicia,digamos, ordinaria.

Como  testimonio directo de sus protagonistas y denuncia de las irregularidades presentes en los Consejos de Guerra recomiendo el visionado del documental cuyo enlace incluyo al final, un trabajo serio y galardonado sobre uno de los consejos de guerra del franquismo, los hechos ocurrieron en 1975, puede que algunos no recuerden como era España hace 36 años, otros, los más no vivieron conscientes de la realidad de esa época  o aún no habían nacido, a todos les pertenece.

Septiembre de 1975
Galardonado en la Semana Internacional de Cine de Valladolid en 2009.


jueves, 1 de septiembre de 2011

MARINOS REPUBLICANOS EN LA URSS



Artículo publicado en La Voz de Galicia, firmado por Javier Armesto, que reproduzco por entender que supone un excelente documento, y para expresar reconocimiento y agradecimiento a aquellos marinos españoles, que no siendo militares, prestaron sus servicios a la República a bordo de  buques mercantes.



«Yo nací en un campo de concentración». Así podría empezar la biografía de Peter Sagal, 65 años, vecino de Philmont (localidad situada a 200 kilómetros de Nueva York), codirector de la Gerard Wagner Foundation -una iniciativa de arte antroposófico- y socio de la compañía Silk City Fibers, dedicada a la venta de hilos de calidad para diseñadores y empresas textiles. Peter entró en Estados Unidos a principios de los 50 con el apellido de su madre, pero hasta entonces era Pedro Armesto, hijo de un marino gallego del mismo nombre que estuvo prisionero en la Unión Soviética durante 17 años. Su historia es la de una de las mayores injusticias cometidas contra ciudadanos españoles en el extranjero durante la Segunda Guerra Mundial y los años posteriores.


El padre de Peter, Pedro Armesto Saco, había nacido en Salcedo, una aldea de Pobra de Brollón (Lugo) en 1912, el mismo año que se hundió el Titanic. Tras estudiar para marino, en 1935 se desplazó a Cádiz y embarcó en un buque de la Compañía Ybarra. Esta naviera, además de prestar servicios de cabotaje a lo largo del litoral español, atendía la línea regular del Mediterráneo-Brasil-Río de la Plata con tres magníficos trasatlánticos -en realidad, cargueros polivalentes- propulsados por motor, de unas 15.000 toneladas y nueva construcción: el Cabo San Antonio, el Cabo San Agustín y el Cabo Santo Tomé.

Durante la Guerra Civil, el Cabo San Agustín y otros buques fueron utilizados por las autoridades republicanas para cubrir la ruta entre Cartagena (Murcia) y Odesa, en el mar Negro. El barco traía armamento de Rusia, que el Gobierno español pagaba literalmente a precio de oro, ya que para hacer frente a las letras hubo que recurrir a las reservas de este preciado metal en el Banco de España: es lo que histórica y popularmente ha venido a denominarse "El oro de Moscú".

Tripulación del "Cabo San Agustín" en 1939
Imagen: webmar

Al acabar la contienda, el barco fue retenido por las autoridades soviéticas y sus tripulantes -varios de ellos gallegos- quedaron atrapados en Feodosia, en la península de Crimea. Aunque temían a la España de Franco, la intención de muchos de ellos era regresar y algunos pensaban emigrar a México. Pero el régimen de Stalin no podía permitir que un grupo de españoles eligiera volver a una dictadura fascista en vez de quedarse en el paraíso comunista, y los conminaron a adquirir la nacionalidad soviética, a lo que se negaron reiteradamente.

Dos años en Rusia fueron suficientes para que los marinos, muchos de los cuales estaban afiliados a la UGT y la CNT, se dieran cuenta de que la utopía socialista escondía la realidad de un país sometido a un gobierno totalitario y hundido económicamente, en el que la escasez y el hambre eran el pan nuestro de cada día. En aquel momento sus pasaportes, expedidos por la República, ya no eran válidos, y tampoco sus cartillas de navegación. Todavía podían cartearse con sus familiares, pero al poco tiempo les cortaron la correspondencia.
Corría junio de 1941 cuando estalló la guerra entre Rusia y Alemania y las autoridades soviéticas decidieron confinar a todos los extranjeros. Los españoles fueron trasladados a la estación de tren, introducidos en un vagón-cárcel y enviados a Járkov, donde encerraron a 45 marinos en una celda de 4 por 5 metros con el suelo de tierra. Fue la primera etapa de un largo y penoso viaje que acabaría en Norilsk, una localidad situada en Siberia, más de 300 kilómetros al norte del círculo polar ártico.
En Norilsk había varios campos de trabajo, que sumaban entre 50.000 y 60.000 prisioneros. Los obligaban a hacer carreteras, trabajar en las minas de carbón y de níquel, levantar el tendido del ferrocarril, construir fábricas, limpiar zonas de nieve... Pedro Armesto fue elegido por sus compañeros jefe de la brigada de trabajo de los españoles «por su dominio del idioma, carácter simpático, y al mismo tiempo enérgico, para oponerse a los rusos». Así lo explica Ramón Sánchez-Ferragut, piloto del Cabo San Agustín, en las memorias que escribió tras regresar del cautiverio y que su hija recopiló en un libro titulado También se vive muriendo (Editorial Círculo Rojo).
Debido a su latitud, los habitantes de Norilsk sufren 45 días de noche permanente al año, con temperaturas que alcanzan los 50 grados bajo cero y vientos de hasta 90 kilómetros por hora. Los marinos nunca se habían encontrado un clima tan duro. Allí presenciaron un episodio estremecedor -uno de los muchos que les tocaría vivir-: un preso de nacionalidad estonia llegó medio congelado después de pasar toda la jornada en el exterior del barracón; sus compañeros lo colocaron al lado de una estufa y el pobre hombre se abrazó a ella con todas sus fuerzas, sufrió gravísimas quemaduras y pereció poco después.
Al quinto día de su llegada solo quedaban tres españoles en condiciones de trabajar, el resto estaban en la enfermería con disentería. En tres meses murieron ocho marinos, entre ellos los gallegos José Plata y Rosendo Martínez, de A Coruña. Finalmente los trasladaron a Karaganda, una región de Asia Central en lo que hoy es Kazajistán.
Karaganda era uno de los núcleos de la telaraña de campos de prisioneros tejida por el régimen estalinista para acabar con los opositores y enemigos políticos. En esta zona estuvo recluido el escritor ruso Alexánder Solzhenitsin, autor de Archipiélago Gulag, que ganaría el Premio Nobel de Literatura en 1970. En el campo de Kok-Usek, donde permanecieron entre 1942 y 1948, los marinos coincidieron con un grupo de pilotos republicanos que habían corrido la misma suerte que ellos. Habían sido enviados para entrenarse en la base de Kirovabad (Azerbaiyán) y allí estaban cuando Franco entró en Madrid en 1939. La base cerró y fueron dispersados por varios campos, hasta acabar en Karaganda. Su historia se cuenta en el libro Los últimos aviadores de la República (Ministerio de Defensa, 2010), de Carmen Calvo Jung. Uno de los supervivientes, Vicente Montejano Moreno, todavía recuerda a Pedro Armesto: «Era muy buena persona», resume, y relata cómo les enseñó a fabricar alpargatas hechas de nudos de cuerda. Gracias a ello le permitieron crear un taller dentro del campo y eso evitó que muchos de sus compañeros tuvieran que salir a trabajar al exterior en las minas de carbón o construyendo presas.




Benito Sacaluga